Palabra de árbol

Lo conocí hace mucho tiempo y ya entonces era viejo, terriblemente viejo. Sus ramas se retorcían en una especie de abrazo a la luz que bañaba tibiamente las hojas de aquel gigante. Las arrugas de su piel de corteza que lo recorrían entero, sólo tropezaban con la cicatriz negra que le hiciera aquel rayo, de aquella tormenta de aquel siglo.

Y seguía vivo, pensando que cuando tuviera que morir lo haría como lo hacen los árboles, en silencio y de pie. Aún se acordaba de cuando nació, y lo contaba a susurros de viento. Decía que entonces, él era poco más de cuatro hojas con hambre de luz y que en el mundo de los hombres, un tal Rodrigo Díaz de Vivar, al que llamaban El Cid Campeador, trotaba por las tierras castellanas a lomos de su caballo forjando historias que correrían por los siglos a voz o a pluma.

Él seguía creciendo, ensanchando sus hombros y atusando su cabello de verdín, dándole reposo a la gineta de día y a los pájaros de noche. Y como él no tenía prisa, los árboles no la conocen, escuchó algunos siglos más tarde, de unos muchachos vestidos con arapos que andaban buscando setas y frutos a sus pies, que en el mundo de los hombres, la peste mataba sin descanso y que en un sitio llamado Francia, se libraba una guerra que a punto estuvo de durar cien años. Él no conocía la peste, ni sabía cómo era Francia pero le gustaba imaginarse cómo serían sus bosques. Y no sabía por qué, pensó que aquello de la guerra no debía de ser un buen negocio.

El tiempo pasaba a su ritmo, el que marcan las estaciones, las lluvias y los soles, y el árbol, que no era árbol cualquiera si no chaparro, producía cada vez más bellotas que daban de comer a ratos a los jabalís y a los arrendajos, a ratos a los niños de los pueblos cercanos que se paraban a descansar a su sombra ya crecida. Hablaban entre risas, que un navegante de nombre Cristobal Colón, había descubierto un nuevo continente del que traía maravillas, oro y especias, y del que contaban historias terribles de fiebres y de fieras.

Aquellos niños se hicieron muchachos, luego hombres y después ancianos que acabaron riendiendo cuentas a la tierra, pero el árbol, seguía escuchando sus voces, sentía quieto su alegría, vibraba con sus canciones. Y crecía lento, lento.

El mundo de los hombres era cada vez más rápido y el aire que era su alma, estaba cada vez más sucio y hacía a sus hojas estornudar molestas. Y se encontraba cada vez más solo. La gineta llevaba tiempo sin ir a verlo. El zorro le dijo que la mataron por una gallina. Y el árbol, que nunca vió una gallina, no quiso creerlo.

Nunca había salido de su bosque, todo lo que sabía, se lo contaron emisarios que volaban, cabalgaban o corrían. Por eso fue sabio… porque no habló. Escuchó en silencio y tuvo todo el tiempo de hacerlo, de poner oido a las grullas que venían del norte y a los hombres que volvían de la guerra. Así se enteró de aquellas batallas humanas que no comprendió. De esos hombres que fueron queridos y asesinados por las mismas razones. De esos acuerdos que evitaron muertes, de aquellos inventos que hicieron el bien y el mal. De tantas cosas, que guardó bien apretadas en sus anillos, bajo su piel arrugada.

Estoy seguro de que todas esas historias se las contó aquella pareja de mochuelos, que se acercaban a él aquellas noche de enero para darle calor. Aquella pareja de mochuelos que le presentaron tantos años a sus nuevos hijuelos. Aquellas pareja de mochuelos que fue su último huésped.

Y ahora lo veo ahí, inmóvil como nunca, ahora casi se le puede escuchar contando como lo cortaron, cómo lo separaron de sus raíces calzadas de tierra, cómo llora su pena de no haber muerto árbol. Ahora ya no cuenta historias, ya no hay pájaros ni ginetas, ya no hay aire. Ahora ya no es árbol….. sólo una mesa.

Por Carlos Castillo

El abuelo
El abuelo, un acebuche centenario

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